El periodista polaco Ryszard Kapuściński, en su libro de viajes Ébano, cuenta la historia del misionero polaco padre Jan.
Narra que en plena noche, distinguió en Africa una sencilla iglesia de pueblo y, junto a ella, una casa modesta, la rectoría. En una de las estancias ardía una lámpara de petróleo. Kapuściński penetró en el interior, fresco y sumido en la penumbra.
Al cabo de unos momentos salió a recibirle un hombre alto y esbelto, ataviado con un hábito de color claro. Era el padre Jan, del sur de Polonia. Tenía el rostro demacrado y bañado en sudor, y sus grandes ojos ardían. Lo atormentaba la malaria, saltaba a la vista que lo consumía la fiebre y se podía adivinar el temblor y los escalofríos que recorrían su cuerpo. Agotado, exhausto y apático, hablaba en voz baja. Quería dar la bienvenida agasajándo con algo, pero, a juzgar por sus gestos y sus idas y venidas sin orden ni concierto, se veía que no tenía con qué, ni tampoco sabía cómo.
Llegó de la aldea una mujer y se puso a calentar arroz para nosotros. Bebíamos agua, pero más tarde un chico trajo una botella de cerveza de plátano. “¿Por qué sigue aquí, padre?”, le preguntó Kapuściński “¿Por qué no se marcha?” “No puedo”, respondió el padre Jan. “Alguien tiene que cuidar de la iglesia”. Y señaló con la mano la forma negra que se veía a través de la ventana. "Me fui a la habitación de al lado, a acostarme. No podía conciliar el sueño. Y, de repente, empezaron a acudir a mi memoria las palabras de mi remota función de monaguillo: Pater noster, qui es incael is… Fiat voluntas tua… sed libera nos a malo…", cuenta Kapuściński.
A la mañana siguiente, el chico que Kapuściński había visto por la noche aporreaba con un martillo un tapacubos abollado que colgaba de un alambre tendido. El tapacubos hacía las veces de campana. En la iglesia, Stanisław y Jan celebraban la misa matutina. Misa que sólo oía aquel chico y Kapuściński.
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