Enseña Juan Pablo II que Dios nos da personas, nos da hermanos y hermanas en nuestra humanidad, comenzando por nuestros padres. Luego, en la medida que crecemos, Él va colocando más y más gente nueva en el camino de nuestra vida. De algún modo cada una de esas personas es un don para nosotros, y de cada una podemos decir: “Dios te dio a mí”. Tener conciencia de esto se convierte en un enriquecimiento para ambos. Al crear a la mujer, al colocarla al lado del varón, Dios abrió el corazón del hombre a la conciencia de donar el don. “Ella es de mí y para mí; a través de ella es que yo puedo convertirme en un don, porque ella misma es un don para mí”.
Al crear a la mujer, manifiesta Juan Pablo II, Dios despierta el gran anhelo de belleza que habrá de convertirse en el tema central de la creatividad humana, del arte y de mucho más… Hay una cierta búsqueda de la belleza en toda espiritualidad creativa, una cierta búsqueda de cada vez nuevas formas de encarnación, nuevas fuentes de asombro, que son tan indispensables para el hombre como la comida y la bebida.
Y añade el Papa que el cuerpo humano guarda su propia dignidad, que emana de este carácter sagrado. Esto es verdad tanto para el cuerpo del hombre como para el cuerpo de la mujer. La Redención del cuerpo confiere, una nueva dimensión especial al carácter sagrado del cuerpo. Se trata de un carácter sagrado que excluye el convertirse en un mero objeto de uso. Cada uno de nosotros, especialmente cada varón, debe ser un guardián, un protector de este carácter sagrado y de la concomitante dignidad. “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?”, interrogó Caín (Gn 4:9), dando paso al infeliz curso de la civilización de la muerte en la historia humana. Cristo arriba en medio de esta civilización, desciende para dar respuesta a la pregunta de Caín y dice: “Sí, tú eres un custodio, eres el
guardián de lo sagrado, el guardián de la dignidad del hombre en cada varón y en cada mujer. Tú eres el guardián del carácter sagrado del cuerpo de la mujer, que por siempre habrá de ser objeto de tu respeto. Entonces podrás regocijarte con la belleza que Dios le confirió de principio, y ella se regocijará contigo. Ella se sentirá entonces a salvo bajo la mirada de su hermano y se regocijará con el don que es su femineidad creada”. Es entonces que el “eterno femenino” puede ser una vez más un don inviolable para la civilización del hombre, una inspiración de la creatividad y una fuente de belleza para que podamos levantarnos de entre los muertos (Norwid). ¿No es acaso por esto que tantas resurrecciones varoniles tienen su origen en la belleza femenina, la belleza de la maternidad, esa belleza filial y esponsalicia que encuentra su especial culminación en la madre de Dios?, termina diciendo Juan Pablo II.
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