Quienes recurren a las agencias de citas por Internet en busca de ayuda han sido malcriados por el facilismo del mercado de consumo, que promete hacer de cada elección una transacción segura y única, que no genera obligaciones a futuro; un acto “sin imprevistos”, “sin ulteriores gastos”, un gesto “no vinculante” por el que “nunca nadie lo llamará”. El efecto secundario (o para usar la expresión de moda, los “daños colaterales”) de esa vida de niños mimados, de riesgo mínimo, responsabilidad reducida o elidida, y subjetividad neutralizada a priori, ha demostrado ser, sin embargo, una notable discapacidad social. Los clientes habituales de las agencias de citas por Internet, engolosinados por las prácticas del mercado, no se sienten nada cómodos en compañía de seres humanos de carne y hueso. El tipo de productos con los que fueron entrenados para socializar son para el tacto, pero no tienen manos para tocar, yacen desnudos a la vista para el escrutinio, pero no devuelven la mirada ni piden que les sea devuelta y por lo tanto se abstienen de escrutar a quien los mira, mientras se exhiben plácidamente ofreciéndose al examen del cliente. Uno puede examinarlos de arriba a abajo sin miedo de sentir su escrutinio de nuestros propios ojos, ventanas a los secretos más íntimos del alma. El atractivo de las agencias de Internet consiste en saber reconvertir a los solteros humanos buscados en un tipo de producto reconocible que el consumidor bien entrenado ya está acostumbrado a manejar. Cuanto más maduros o avezados son los clientes, mayor es su desconcierto, su incomodidad y su vergüenza cuando se encuentran cara a cara y descubren que las miradas no siempre son correspondidas y que en esas transacciones, ellos, los sujetos, eran también objetos, escribe Zygmunt Bauman.
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