Cuenta el historiador británico Michael Burleigh que “los soldados campesinos japoneses eran, a su vez, tan rutinariamente maltratados por sus oficiales y mandos inmediatos, que esta extremada violencia posiblemente les sirviera para desahogar la frustración acumulada. Además, no era lógico que una sociedad que trataba a las mujeres como ciudadanos de tercera fila fuera a guardar ninguna consideración hacia otras mujeres de razas inferiores, que tan solo estaban ahí para ser violadas, especialmente si los japoneses estaban bebidos, como solía suceder a menudo. En una sola noche, aproximadamente mil mujeres, de todas las edades, fueron violadas en grupo por pandillas de soldados japoneses y, a continuación, asesinadas sin más reparo que el que se tiene cuando se trata de sacrificar ganado. Esta práctica solo cesó con la importación masiva de prostitutas (comfort women), principalmente desde Corea. Las estadísticas chinas y japonesas sitúan la cifra de víctimas de esta masacre entre doscientas y trescientas mil, aunque una estimación más reciente apunta a cien mil o menos. Los diplomáticos japoneses protestaron ante Tokio, preocupados por la condena internacional que la masacre había provocado, e incluso Alemania expresó su preocupación por la barbarie huna que el peligro amarillo había desencadenado. Pero las órdenes del ministerio de Guerra y del comandante en jefe, el general Iwane Mutsui, no causaron la más mínima impresión entre los mandos medios e inferiores de Nanking. Ignominiosamente, Mutsui y ochenta oficiales suyos fueron transferidos de nuevo a Tokio por haber tratado de detener el genocidio”.
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