C. S. Lewis escribe en Los cuatro amores que “podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente a Dios debemos, podemos convertirlos en dioses, en demonios. De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándoles así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio. Nuestros amores-necesidad pueden ser voraces y exigentes; pero no se presentan como dioses; no están tan cerca de Dios por su semejanza como para pretenderlo siquiera. De lo dicho se desprende que no debemos imitar ni a los que idolatran el amor humano ni a los que lo ridiculizan. Esta idolatría, tanto la del amor erótico como la de los afectos domésticos, fue el gran error de la literatura del XIX. Browning, Kingsley y Patmore hablan a veces como si creyeran que enamorarse fuera lo mismo que santificarse; los novelistas contraponen el mundo no con el Reino de los Cielos sino con el hogar. Ahora estamos viviendo una reacción en contra de eso. Los que ridiculizan el amor humano califican de sensiblería y de sentimentalismo casi todo lo que sus padres decían en elogio del amor; están siempre escarbando y poniendo al descubierto las raíces sucias de nuestros amores naturales. Pero pienso que no debemos escuchar ni al supersabio ni al supertonto. Lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo. Una planta tiene que tener raíces abajo y luz del sol arriba, y las raíces no pueden dejar de estar sucias. Por otro lado, gran parte de esa suciedad no es más que tierra limpia, siempre que se la deje en el jardín y no se esparza sobre la mesa del despacho. Los amores humanos no pueden sin más ser gloriosas imágenes del amor divino. Son, ni más ni menos, cercanos por semejanza, que en ocasiones pueden ayudar y en otras dificultar la cercanía de aproximación”.
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