En las latitudes medias, la piel sigue la estrategia de cambiar de color según las estaciones. Alrededor de la cuenca mediterránea, por ejemplo, la exposición al sol estival conlleva un alto riesgo de cáncer. El cuerpo produce más melanina y la gente se oscurece (es decir, se broncea). El invierno reduce el riesgo de quemaduras y cáncer, el cuerpo produce menos melanina y el bronceado desaparece. La correlación entre color de la piel y latitud no es perfecta, porque otros factores (como la disponibilidad de alimentos ricos en vitamina D y calcio, la nubosidad invernal, la cantidad de ropa que se vista y las preferencias culturales) pueden obrar a favor o en contra de la relación predicha. Los europeos septentrionales, que se ven obligados a vestir abundantes ropas para protegerse de los inviernos nubosos, fríos y largos, siempre corrieron el riesgo de contraer raquitismo y osteomalacia por falta de vitamina D y calcio. Este riesgo aumentó en cierto momento a partir del 6000 a. C., cuando hacen su aparición en el norte de Europa colonizadores dedicados al pastoreo de vacas que no aprovechaban los recursos marinos, escribe el antropólogo Marvin Harris.
La selección natural se decantó claramente a favor de las personas de piel clara y sin broncear que podían utilizar las dosis de luz solar más débiles y breves para sintetizar la vitamina D, dice Harris. Durante los gélidos inviernos, solo un circulito del rostro del niño se podía dejar a la influencia del sol, a través de las gruesas ropas, por lo que se favoreció la supervivencia de personas con las traslúcidas manchas sonrosadas en las mejillas características de muchos europeos septentrionales. Si por término medio hubiese sobrevivido un 2 por ciento más de hijos de personas con la piel clara en cada generación, el cambio de pigmentación pudo haber comenzado hace 5.000 años y alcanzar los niveles actuales mucho antes del comienzo de la era cristiana.
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