Decía Ramón J. Sender que la experiencia propia y la aprendida en los libros nos dice que, ante la experiencia prometedora o amenazadora (ambas cosas, más probablemente) del amor, lo mejor es mirar cautamente hacia adentro y percatarse de que cada uno de nosotros (en lo que a la vida de las pasiones se refiere) somos un ángel montando una bestia. Frecuentemente una bestia apocalíptica y de una fealdad indescriptible. En todo caso, el ángel y la bestia van unidos como el hombre y el caballo en el centauro. Como el hombre y la cabra en el sátiro. Como creían los indios americanos que iban unidos el jinete guerrero español y su caballo. El hombre y la mujer son dos ángeles cabalgando en su propio mundo inconsciente, del que no se pueden separar sino con la muerte.
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