La verdad, y muy especialmente la verdad sobre las cuestiones más fundamentales, aquellas en las que los grandes pensadores de todas las épocas se han sumergido esforzadamente para arrancar de entre el negruzco lodo de nuestra humana condición alguna gema con la que alimentar nuestras ilusiones intelectuales, esa verdad es ocultada, o aún peor, distorsionada, por aquellos sicarios, cuando la distorsión les sirve para dar verosimilitud a la humillante trama que han urdido en su obra, a la sutil tela de araña que componen los hilos de sus sesgados argumentos. Y al cabo, es posible que muchos jóvenes inocentes, cerebros inquietos y voluntades abigarradas, se vean casualmente asaltados por una obra de estas y acaben creyendo a pies juntillas en sus medias mentiras, intoxicados de tal manera por el veneno de las primeras falacias a las que tuvieron la mala fortuna de exponer su inmaduro intelecto, y ya no sean capaces, durante el resto de su vida, de valorar con imparcialidad otros razonamientos distintos de aquellos por los que fueron infectados en el principio de su carrera.
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