En el año 510 a.C, y en respuesta a un oráculo de Delfos que ordenaba a los espartanos la liberación de Atenas, el rey Cleómenes de Esparta, al frente de sus tropas, expulsó de Atenas al tirano Hipias. Cleómenes confiaba en que Atenas le pagara el servicio implantando un régimen aristocrático, favorable y atento a los intereses de Esparta, como ésta tenía por costumbre fomentar entre sus vecinos; pero en vez de hacerlo así, la mayoría de los atenienses se entusiasmó con la simple idea de igualdad para todos ante la ley, y sin más programa que ése, abrió el camino a una serie de innovaciones que desembocaron en una Constitución democrática. Realmente no era extraño que después de sufrir durante decenios los abusos y las injusticias perpetradas por Hipias, y antes por su padre, Pisístrato, el pueblo de Atenas se dejase ganar por la simple perspectiva de igualdad para todos ante la ley, por mucho que ello disgustase a los espartanos. Porque es de saber que la democracia ateniense
era una democracia directa. Si en las democracias modernas el pueblo elige a sus representantes y se abstiene de intervenir en política hasta una nueva elección, en Atenas el votante no se limitaba a depositar su voto, sino que intervenía directamente en el gobierno como obligación diaria y compatible con sus tareas cotidianas. Esto es lo que se llama democracia directa, y no democracia representativa.
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