Steve Jobs, como comentaba el periodista John Arlidge poco después de su muerte, consiguió su estatus de líder de culto “no solo por su decisión, empuje y concentración (cosa que desprendía, según un antiguo colega “con una intensidad abrasadora”), por ser perfeccionista, inflexible y completamente déspota. Todos los líderes del mundo de los negocios que tienen éxito son así, por mucho que sus bien pagados especialistas en relaciones públicas intenten decirnos que son gente tranquila, igual que todos nosotros”. No. Él era más que eso. Además, añade Arlidge, tenía carisma. Tenía visión. Como reveló el especialista en tecnología Walt Mossberg, incluso en las reuniones privadas, tapaba con una tela un producto, alguna creación nueva recién inventada, situada encima de una brillante mesa de juntas, y la descubría con una floritura.
Apple no es la compañía tecnológica más innovadora del mundo. Ni siquiera se acerca a ello. Más bien sobresale por reformular ideas de otras personas. No fueron los primeros en presentar un ordenador personal (fue IBM). Ni fueron los primeros en presentar un smartphone (fue Nokia). En realidad, cuando han seguido la senda de la innovación, a menudo la han fastidiado. ¿Alguien se acuerda del Newton o del Power Mac G4 Cube? Pero lo que puso sobre la mesa Jobs fue el estilo. La sofisticación. Y un encanto atemporal y tecnológico. Desplegó la alfombra roja ante los consumidores. Desde los salones domésticos, los despachos, estudios de diseño, platós de rodaje, hasta las puertas de las tiendas Apple del mundo entero, cuenta Kevin Dutton.
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