jueves, 21 de julio de 2016

Educar a los hijos es prepararlos para la vida.

Cuando los padres, confundiendo felicidad con bienestar, centran sus esfuerzos en procurar que sus hijos tengan de todo, que lo pasen lo mejor posible y que no sufran ninguna contradicción, se olvidan de que lo importante no es sólo querer mucho a los hijos, sino quererlos bien. Y, objetivamente, no es un bien para ellos que se encuentren todo hecho, que no tengan que luchar.

La lucha y el esfuerzo que comporta son imprescindibles para crecer, para madurar, para apropiarse de la existencia personal y dirigirla con libertad, sin sucumbir a críticamente a cualquier influencia externa.

Un niño o un joven, abandonado a los gustos e inclinaciones de su naturaleza, desciende por un plano inclinado que termina por anquilosar las energías de su libertad. Si esa tendencia no se contrarresta con una exigencia adecuada a cada edad, que provoque lucha, tendrán después serias dificultades para realizar un proyecto de vida que merezca la pena.

Educar es preparar para la vida, una vida que ordinariamente no está exenta de dificultades: habitualmente hay que esforzarse para alcanzar cualquier objetivo en el ámbito profesional, humano o espiritual. ¿Por qué entonces ese miedo a que los hijos se sientan frustrados cuando les falta algún medio material?

Tendrán que aprender lo que cuesta ganarse la vida y convivir con personas de mayor inteligencia, fortuna, o prestigio social; afrontar carencias y limitaciones, materiales o humanas; asumir riesgos, si quieren acometer empresas que merezcan la pena; y vérselas con el fracaso, sin que esto provoque el derrumbamiento personal.


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