Se ha hecho creer que el progreso es algo que sucede de manera automática, lo que no predispone a afrontar obstáculos, y nada sorprendentemente se ha interpretado el derecho a alcanzar la felicidad como el derecho a gozar de ella, como si se tratara del derecho a voto. Las cosas serían distintas si estos presupuestos formaran parte de alguna visión espiritual, pero como se les ha dicho que la felicidad puede alcanzarse en un mundo limitado a lo aparencial. Se ha inculcado que el mundo es una realidad previsible, de modo que cuando fuerzas imprevisibles vienen a romper el idilio que mantienen con él, naturalmente la gente se siente frustrada. Los superiores en la jerarquía tecnológica han abusado de la confianza, por lo que son proclives a padecer crisis periódicas que les sirven para ajustar cuentas. Pensemos en un habitante cualquiera de Megalópolis. La linterna mágica le ha evitado la contemplación del abismo, gracias a lo cual concibe el mundo como una máquina relativamente sencilla que basta un poco de habilidad para ponerlo en marcha. Y al hacerlo, le brinda el mundo comodidades y satisfacciones, ésas mismas que los líderes demagógicos le dicen que le pertenecen por derecho propio. Pero de vez en cuando se puede entrever algún misterio, y por más que se esfuercen los ingenieros, la máquina no logra evitar del todo estas interrupciones. Al igual que sus ancestros, tiene que enfrentarse a dificultades,
pero como esto es algo que no figuraba en el contrato original, sospecha la intervención de una mano maligna y se da a la infantil tarea de culpar a otros individuos de cosas que son inseparables de la condición humana. La verdad es que nunca se le ha enseñado a saber en qué consiste ser un hombre. Nadie le ha dicho que es el producto de la disciplina y la formación, y que debería agradecer el estar sometido a exigencias que lo obligan a crecer; estas son ideas de las que desertaron los libros de texto con la llegada del Romanticismo. El ciudadano actualmente es hijo de unos padres indulgentes que satisfacen todos sus caprichos e inflan el ego hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha, escribe Weaver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario