Dios nos ha dado libre albedrío. Puedes, por ejemplo, elegir si lees o no la siguiente frase. Es elección tuya. Si nadie te obliga a seguir leyendo, eres libre de no hacerlo. San Agustín pensaba que el libre albedrío es bueno. Nos permite actuar moralmente. Podemos decidir ser buenos, lo cual para él significaba seguir los mandamientos de Dios, en particular los Diez Mandamientos, así como el mandamiento de Jesús de amarás al prójimo. Sin embargo, una consecuencia del libre albedrío es que también podemos decidir hacer el mal. Podemos descarriarnos y hacer cosas malas como mentir, robar, hacer daño o incluso matar a alguien. Esto suele suceder cuando las emociones nos nublan la razón. Desarrollamos un fuerte deseo de objetos materiales y dinero. Nos entregamos a la lujuria y nos alejamos de Dios y sus mandamientos. San Agustín creía que nuestro lado racional debía mantener las pasiones bajo control, una opinión que compartía con Platón. A diferencia de los animales, los seres humanos cuentan con el poder de la razón y deben utilizarla.
Si Dios nos hubiera programado para escoger siempre el bien por encima del mal no causaríamos daño alguno, pero tampoco seríamos realmente libres, y no podríamos utilizar la razón para decidir qué hacer. Dios nos podría haber hecho así. San Agustín sostenía que era mucho mejor que
nos permitiera elegir. De otro modo seríamos como marionetas y Dios manejaría nuestros hilos para que nos portáramos bien. No tendría sentido pensar en nuestra conducta puesto que automáticamente escogeríamos siempre la opción del bien. Así pues, Dios es suficientemente poderoso para evitar el mal, pero el hecho de que éste exista no se debe directamente a él. El mal moral es el resultado de nuestras decisiones.
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