Cuando al escribir quiero hablar del mar, de la mujer, de Dios, me inclino sobre mí mismo y escucho lo que dice en mí el niño; él es quien me dicta mis palabras, y si logro llegar con las palabras a pintar esas grandes fuerzas (el mar, la mujer, Dios), lo debo al niño que todavía vive en mí. Vuelvo así a ser niño para poder contemplar el mundo con mirada virgen y verlo siempre por primera vez.
Para las fiestas anuales, cuando Cristo nacía, o moría, o resucitaba, todo el mundo se vestía, se acicalaba, dejaba su casa, y de todas las callejuelas la gente se volcaba en la iglesia. Ella, con las grandes puertas abiertas, los esperaba. Había encendido sus grandes candelabros y sus arañas, y el dueño de casa, San Minas, montado en su caballo, permanecía en el umbral y recibía a los bien amados habitantes de Megalo Kastro. Los corazones se henchían, no más tristezas, todo el mundo se identificaba, olvidaban su nombre, no eran ya esclavos, ya no había disputas ni turcos, ya no había muerte. Y allí, en la iglesia, con el capitán Minas, el caballero, a la cabeza, todos sentían que eran un ejército inmortal. Carta al Greco (Nikos Kazantzakis)
No hay comentarios:
Publicar un comentario