jueves, 28 de noviembre de 2024

Donde no hay ley, no puede haber propiedad privada, ni noción de bien y mal, ni tampoco justicia

Hobbes describió que “el estado de los hombres sin sociedad civil, estado que con propiedad podemos llamar estado de naturaleza, no es otra cosa que una guerra de todos contra todos; y en esa guerra todos los hombres tienen el mismo derecho a todas las cosas”. En este escenario presocial, por tanto, no existe una distinción clara entre lo que es mío y lo que es tuyo. Simplemente, las cosas se arrebatan, es decir, se toman por la fuerza. Donde no hay ley, no puede haber propiedad privada, ni noción de bien y mal, ni tampoco justicia. En tal situación, campan a sus anchas “las dos hijas de la guerra: el engaño y la violencia, o dicho en términos más claros, una brutal rapacidad”. Es, entonces, cuando el hombre muestra más claramente que es un depredador despiadado. Frente a la imagen cristiana de los corderos y los rebaños, Hobbes escoge el animal que es su mayor amenaza, el lobo, y que, como tal, está cargado de gran fuerza simbólica. De ello se sigue que, fuera de la sociedad, el hombre supone un grave peligro para el mismo hombre. Francisco Vitoria dejó escrito que: “Non enim homini homo lupus est, ut ait Ovidius, sed homo”. Es decir, que el hombre no es el lobo del hombre, como dice Ovidio, sino un hombre.
Dice Hobbes que podemos renunciar a los derechos y cómo se pueden transferir a un tercero. Porque, en el fondo, en esto se basa el pacto que funda la sociedad, en despojarnos de una parte de nuestro derecho natural para transferírselo a la persona del soberano. Y esta transferencia supone reducir la propia libertad para, sobre todo, bloquear al contrario, a la competencia, y evitar que pueda hacerse con lo que desea. Si por el contrario se permite que otra persona satisfaga su apetito, se estará ampliando su libertad, ya que le estaremos apartando los obstáculos que bloqueaban su camino. 
Hobbes nos advierte de que se pueden transferir prácticamente todos los derechos excepto el primero, aquel que nos autoriza a protegernos de la muerte, las lesiones y el encarcelamiento. No se puede, por tanto, constreñir esta capacidad del hombre de defender su propia vida. Esta libertad nos legitima, incluso, a cambiar nuestro apoyo político de un soberano a otro, cuando el primero deja de garantizarnos la protección de nuestra integridad física.

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