Galileo construyó un telescopio a principios del siglo XVII que le permitió descubrir, entre otras cosas, las cuatro lunas más grandes de Júpiter. A partir de entonces los telescopios se han perfeccionado para mostrarnos cómo son las estrellas, las galaxias, las nebulosas… Sabemos que las distancias y tamaños en el universo son tan grandes que superan nuestra capacidad de comprensión. Así, una noche estrellada nos empequeñece y con frecuencia nos hace preguntarnos por nuestro insignificante papel en el cosmos. Curiosamente, en el extremo opuesto, pensar en lo más pequeño no nos hace sentirnos grandes. Durante una gran parte de la historia de la humanidad, el mundo de los objetos diminutos pareció no existir porque no se tenía la posibilidad de observarlo y sólo cuando se construyeron los microscopios, el primero también a principios del siglo XVII, se pudo descubrir un mundo fascinante, poblado por células, virus, moléculas, e incluso átomos… El mundo invisible es tan infinito y fascinante como el universo y aunque, por el hecho de no poder verlo, nos cueste imaginar y comprender el enorme número o la naturaleza de los objetos diminutos, es un reto acercarnos a la grandeza de lo pequeño. El viaje hacia el interior de la materia es conceptualmente mucho más complejo que la exploración del cosmos. Hay varios motivos para ello. Por una parte, la falta de imágenes mentales o representaciones conceptuales de los objetos micro y nanométricos y, por otra, la complejidad de las herramientas necesarias para su estudio. Estas dificultades son sin duda una barrera para que la sociedad se acerque a conocer el mundo atómico y sus posibilidades. Y así, mientras disfrutamos de las fotografías de galaxias, planetas o mundos lejanos, sentimos menos fascinación por las imágenes de los seres (animados o inanimados) que habitan el mundo de lo más pequeño, aunque se encuentran mucho más cerca de nosotros, en nuestra piel,o en la pantalla en la que estamos leyendo. La nanociencia trata de comprender y manipular ese mundo “infinito” de lo más pequeño.
Las propiedades electrónicas de un nanomaterial no se rigen por la mecánica clásica que gobierna el comportamiento macroscópico sino por la llamada mecánica cuántica, por la cual el tamaño de un objeto puede afectar drásticamente a sus propiedades más básicas. Por ejemplo, los nanocristales de un material fluorescente emiten luz azul, verde, amarilla, o roja, dependiendo del tamaño (de menor a mayor) de los cristales. Y las partículas de un metal tan inerte y estable como el oro se vuelven muy reactivas cuando su tamaño se reduce a unos pocos nanómetros; su actividad química vuelve a disminuir por debajo de los tres nanómetros. Aunque entonces no se supiera su origen, ya desde la antigüedad era conocido el peculiar comportamiento de algunos nanomateriales. Los romanos usaban nanopartículas metálicas para colorear vasijas de vidrio, y durante la Edad Media los artesanos las utilizaron en las vidrieras polícromas de las catedrales, que todavía causan admiración.
Referencia: El nanomundo en tus manos (José Ángel Martín-Gago;Carlos Briones;Elena Casero;Pedro Serena)
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