Los historiadores intentan reconstruir el pasado a partir de fragmentos de información dispersos y, en ocasiones, contradictorios. Esta información casi siempre se da en forma escrita, aunque cada vez se apoya más en testimonios orales o gráficos. A diferencia de la ciencia, la historia sólo ocurre una vez; no se presta a experimentos ni a la comprobación estricta de hipótesis. Escribir la historia es un acto de la imaginación que exige al historiador situarse en contextos remotos y, en el fondo, ponerse en la piel de los protagonistas. Cada generación reescribe necesariamente la historia en función de sus necesidades, su comprensión y los datos de que dispone.
El estudio de la literatura parte de unos textos escritos que sólo mantienen una relación circunstancial con las épocas y los sucesos reales que parecen describir. George Bernard Shaw podía escribir sobre su propia época, sobre la época dé Juana de Arco o sobre un pasado o un futuro de carácter mítico. El estudioso debe usar sus propios instrumentos, incluida la imaginación, para entrar en un mundo de palabras creado por un autor con el fin de suscitar determinados efectos en sus lectores. Del mismo modo que los historiadores difieren en sus teorías implícitas o explícitas sobre el pasado (por ejemplo, la teoría del “gran hombre” frente al papel determinante de los factores económicos), también los analistas literarios difieren en la atención relativa que prestan a la biografía del autor, a sus objetivos estéticos, a la naturaleza del género literario, a la época histórica en la que vivió el autor, o a la época histórica o mítica en la que se dice que viven los protagonistas, escribe Howard Gardner, profesor de la Universidad de Harvard.
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