El político, el médico, el padre o la madre, no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias. Lo que sí pueden saber es que esa es la mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con sus conocimientos; esto basta para una conciencia.
“Un fiel servidor de mi rey, pero primero de Dios”, era la máxima de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo lo posible para no oponerse al rey y evitar así un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía conciliar en absoluto con su conciencia. No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, sino el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el “no me es lícito” se convirtió en un “no puedo”.
El “aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo” del que actúa en conciencia es, por el contrario, expresión de libertad. Dice tanto como: “No quiero otra cosa”. No puedo querer otra cosa y tampoco quiero poder otra cosa. Ese hombre es libre. Como afirmaban los griegos, ese hombre es amigo de si mismo, escribe el filósofo Robert Spaemann.
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