La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración, decía Juan Pablo II. El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: “Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras “ (Sal 71 70, 5.18).
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