“Con independencia de lo que se consiguiera o se dejara de conseguir con la Revolución francesa (y, desde luego, no consiguió la igualdad de los hombres), liberó a los pobres de la oscuridad, de la invisibilidad. Lo que se ha considerado irrevocable desde entonces es que los que estaban entregados en cuerpo y alma a la libertad podían aceptar una situación en la que estar libre de la necesidad (la libertad para ser libres) era privilegio de una minoría. En lo que se refiere a la relación original entre los revolucionarios y las masas de pobres que acabaron sacando a la luz, permítaseme citar la descripción explicativa que hace lord Acton de la marcha de las mujeres a Versalles, uno de los puntos de inflexión más destacados de la Revolución francesa. Las participantes en la marcha, decía, “desempeñaron el papel legítimo de unas madres cuyos hijos se morían de hambre en unos hogares sórdidos, y de ese modo prestaron a unas motivaciones que ni compartían ni entendían (es decir, la preocupación por el gobierno) una ayuda comparable a la de una punta de diamante a la que nada puede resistirse”. Lo que el pueblo, tal como lo concebían los franceses, aportó a la revolución y lo que estuvo de todo punto ausente en el curso de los acontecimientos que se desarrollaron en Estados Unidos fue el carácter irresistible de un movimiento que ningún poder humano era ya capaz de controlar. Esa experiencia elemental de algo irresistible trajo consigo una imaginería completamente nueva, que hoy seguimos asociando casi de forma automática con nuestras ideas acerca de los acontecimientos revolucionarios. Cuando Saint-Just exclamaba, bajo el efecto de lo que tenía ante sí, “les malheureux sont la puissance de la terre”, se refería al gran torrente revolucionario cuyas olas tempestuosas empujaban y arrastraban a sus actores, hasta que la vorágine se los tragaba y los hacía desaparecer de la superficie para perecer junto con sus enemigos, los agentes de la contrarrevolución. O a la tempestad y la poderosa corriente de Robespierre que, alimentada por los crímenes de la tiranía por un lado y por el progreso de la liberación por otro, fue incrementando constantemente en rapidez y violencia. O a lo que algunos espectadores relataban: “Un majestuoso río de lava que no respeta nada y que nadie puede detener”, un espectáculo que había caído bajo el signo de Saturno, “la revolución devorando a sus hijos” (Vaugirard). Las palabras que cito aquí fueron pronunciadas todas por hombres profundamente comprometidos con la Revolución francesa y dan testimonio de acontecimientos de los que fueron testigos presenciales, no de cosas que hicieran ellos mismos o que se propusieran hacer intencionadamente. Eso fue lo que ocurrió, y esos sucesos dieron a los hombres una lección que ni en sus esperanzas ni en sus temores se ha olvidado nunca. Tal lección, tan sencilla como nueva e inesperada, es, como decía Saint-Just, la siguiente: “Si deseáis fundar una república, debéis encargaros primero de sacar al pueblo de un estado de miseria que lo corrompe. No se tienen virtudes políticas sin orgullo. No se tiene orgullo en la indigencia”. Este nuevo concepto de libertad basado en la liberación de la pobreza cambió el rumbo y el objetivo de la revolución. La libertad había pasado a significar ante todo “vestido, comida y reproducción de la especie”,” escribe la filósofa e historiadora Hannah Arendt.