El hombre contemporáneo está con frecuencia lejos de la naturaleza, el mundo en que vive se reduce a un universo de asfalto, hormigón y pantallas de todas clases. Permanece prisionero de un mundo fabricado, virtual, proyección de sus fantasías, en lugar de estar en contacto con la creación. A veces está apartado de Dios (y de sí mismo) a causa de eso. El salmo 19 nos dice que “los cielos pregonan la gloria de Dios”. Desde los tiempos bíblicos, el hombre ha contemplado la belleza de la creación un reflejo de la gloria de Dios. El racionalismo nos ha hecho un tanto incapaces de eso; y es una pena, porque con el desarrollo de los conocimientos científicos tenemos mil veces más razones que el hombre de la Biblia o el de la Edad media para maravillarnos ante la sabiduría y el poder de Dios. Las imágenes de las galaxias lejanas que nos envía el telescopio Hubble, las vistas del mundo submarino, los conocimientos asombrosos de que disponemos sobre el código genético, del Big Bang y de la estructura del átomo, dan motivos para maravillarse. Todo eso no es producto del azar ni de la necesidad, sino el fruto de un amor creador, escribe Jacques Philippe.
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