Dartnell cuenta que la cocina es la química original de nuestra historia, que dirige deliberadamente la transformación de la composición química de la materia. El crujiente marrón del exterior de un filete asado y la dorada corteza de una hogaza de pan se deben ambos a un cambio molecular conocido como la reacción de Maillard. Las proteínas y los azúcares del alimento reaccionan juntos para crear toda una serie de nuevos y sabrosos compuestos. Pero la cocina sirve a propósitos mucho más fundamentales que hacer simplemente que el sabor del alimento resulte más apetitosos.
El calor de la cocción mata cualesquiera agentes patógenos o parásitos contaminantes, evitando la intoxicación alimentaria por microbios o la infección por la tenia de la carne de cerdo, por ejemplo. La cocina también ayuda a ablandar la comida dura o fibrosa, y rompe las estructuras de las moléculas complejas para liberar compuestos más simples que resultan más fáciles de digerir y absorber. Ello incrementa el contenido nutricional de muchos alimentos, permitiendo a nuestro cuerpo extraer más energía del mismo volumen de materia comestible. Y en algunos casos, como en el taro, la mandioca y la patata silvestre, el calor prolongado inactiva los venenos de la planta; de lo contrario, por tomar el ejemplo extremo de la mandioca, una sola comida resultaría letal.
La cocción es solo una de las clases de procesamiento que
aplicamos al alimento antes de su consumo. La capacidad de almacenar alimento de forma segura durante períodos prolongados después de su obtención es un requisito previo fundamental para el sustento de la civilización. Permite transportar los productos desde los campos o los mataderos a las ciudades para mantener a grandes poblaciones, y posibilita asimismo el almacenamiento de reservas para las épocas de vacas flacas. El alimento se estropea por la acción de los microbios (bacterias además de mohos) que descomponen su estructura y alteran su química, o liberan productos residuales desagradables o incluso directamente tóxicos para los humanos. El objetivo de la preservación de los alimentos es impedir que se produzca este deterioro microbiano, o cuando menos retrasar el proceso lo máximo posible. Esto se hace modificando de manera deliberada las condiciones del alimento a fin de eliminar las condiciones propicias para el crecimiento microbiano. Básicamente, se trata de ejercer un
control sobre la microbiología del alimento: evitar el crecimiento de microorganismos, o incluso utilizar algunos microbios para impedir que se introduzcan otras cepas indeseables. En algunos casos se alienta la fermentación a partir del crecimiento microbiano para descomponer las moléculas complejas del alimento y hacer sus nutrientes más fácilmente accesibles para nuestro propio consumo. La biotecnología, pues, está lejos de ser una innovación moderna: es uno de los inventos más viejos de la humanidad.
El avance que nos dotó de todas estas capacidades, la cocción a fondo del alimento hirviendo o friendo, el proceso de fermentación y la conservación a largo plazo, fue la innovación de cocer la arcilla para hacer vasijas de barro, un hecho que tuvo profundas ramificaciones para nosotros como especie. El sistema digestivo humano, a diferencia, por ejemplo, de los múltiples estómagos de los rumiantes como las vacas, es incapaz de descomponer adecuadamente muchos tipos de alimentos, y, en consecuencia, hemos aplicado la tecnología para complementar lo que nuestro cuerpo es capaz de hacer naturalmente.
La cocina moderna,el apogeo de la sofisticación civilizada con todos sus adobos, confits y menudeo de reducciones, no es más que un adorno superficial de la necesidad fundamental de impedir que la comida nos envenene y desbloquear lo máximo posible su contenido nutritivo.
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