Los niños han sido los grandes perdedores de la revolución sexual que sacudió Occidente en los 60-70, una revolución que hundió las tasas de natalidad, disparó las de divorcio y sustituyó progresivamente al matrimonio por la pareja de hecho, incrementando constantemente el porcentaje de hijos que no se crían hasta la mayoría de edad con su padre y su madre, y que sufren las consecuencias de esto, escribe Francisco José Contreras Peláez, jurista español, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla
Los profetas de la revolución sexual de las décadas de 1950 a los 1970 fueron, entre otros, el pervertido Alfred Kinsey, el sexólogo más influyente del siglo XX, que se jactaba de haber inducido orgasmos a bebés; lo hizo Simone de Beauvoir, expulsada de la Universidad francesa por seducir a alumnas menores de edad y después pasárselas a su compañero Jean-Paul Sartre, y que en 1977 firmó,junto al mismo Sartre y otras estrellas del firmamento intelectual progresista, como Roland Barthes, Gilles Deleuze o Jack Lang, un manifiesto a favor de la legalización de la pederastia publicado en Le Monde; lo hizo Shulamith Firestone, quien entendía que tanto las mujeres como los niños ven su sexualidad oprimida e ignorada por el patriarcado. Pero la marea no llegó más allá, el sexo con niños parece ser el único tabú que resistió a la revolución sexual. Además de su intrínseca monstruosidad, una razón adicional puede estribar en el hecho de que la progresía ha encontrado en la pederastia un arma para desprestigiar a la Iglesia católica (aunque la Iglesia no es sospechosa de ambigüedad en la condena del sexo con menores como un pecado gravísimo). No se legalizarán las relaciones entre adultos y menores, pero sí se está educando a estos últimos para la promiscuidad, al tiempo que se intenta desprestigiar a sus ojos la heterosexualidad, la familia y la castidad, y se presenta a hombres y mujeres como enemigos (o, mejor dicho, como opresores los primeros y víctimas las segundas). Este adoctrinamiento es introducido so capa de “educación para la igualdad y la tolerancia”, “los derechos de los niños”, “la prevención del bullying y de la violencia de género” (como si, hasta que ellos llegaron, en las escuelas se educase en la violencia o la intolerancia…). La apelación a estas excusas biensonantes inhibe el reflejo protector de millones de padres que se escandalizarían si supieran lo que se está enseñando a sus hijos.
Los profetas de la revolución sexual de las décadas de 1950 a los 1970 fueron, entre otros, el pervertido Alfred Kinsey, el sexólogo más influyente del siglo XX, que se jactaba de haber inducido orgasmos a bebés; lo hizo Simone de Beauvoir, expulsada de la Universidad francesa por seducir a alumnas menores de edad y después pasárselas a su compañero Jean-Paul Sartre, y que en 1977 firmó,junto al mismo Sartre y otras estrellas del firmamento intelectual progresista, como Roland Barthes, Gilles Deleuze o Jack Lang, un manifiesto a favor de la legalización de la pederastia publicado en Le Monde; lo hizo Shulamith Firestone, quien entendía que tanto las mujeres como los niños ven su sexualidad oprimida e ignorada por el patriarcado. Pero la marea no llegó más allá, el sexo con niños parece ser el único tabú que resistió a la revolución sexual. Además de su intrínseca monstruosidad, una razón adicional puede estribar en el hecho de que la progresía ha encontrado en la pederastia un arma para desprestigiar a la Iglesia católica (aunque la Iglesia no es sospechosa de ambigüedad en la condena del sexo con menores como un pecado gravísimo). No se legalizarán las relaciones entre adultos y menores, pero sí se está educando a estos últimos para la promiscuidad, al tiempo que se intenta desprestigiar a sus ojos la heterosexualidad, la familia y la castidad, y se presenta a hombres y mujeres como enemigos (o, mejor dicho, como opresores los primeros y víctimas las segundas). Este adoctrinamiento es introducido so capa de “educación para la igualdad y la tolerancia”, “los derechos de los niños”, “la prevención del bullying y de la violencia de género” (como si, hasta que ellos llegaron, en las escuelas se educase en la violencia o la intolerancia…). La apelación a estas excusas biensonantes inhibe el reflejo protector de millones de padres que se escandalizarían si supieran lo que se está enseñando a sus hijos.
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