El ejemplo de un pueblo que, abandonado por sus más altas autoridades, se rebela contra la imposición extranjera, tiene una grandeza innegable. La declaración de guerra de la Junta de Asturias a Napoleón asombró a Europa, y más cuando comprobó que no era una amenaza vana; aquello podía ser el principio del fin del coloso. Por desgracia suya y nuestra, Napoleón no sabía nada de los españoles; su reacción le dejó sorprendido y desorientado; mil veces maldijo su ocurrencia no por arrepentimiento, sino por haber sido la causa de su caída, como confesó en su destierro de Santa Elena. Pensaba que los ciento cincuenta mil hombres que había metido en España, aparentando que se dirigían a Portugal, serían más que suficientes para reprimir cualquier resistencia; no fue así, en Bailen capituló un ejército de veinte mil hombres, hecho sin precedentes que causó una impresión inmensa en Europa; las columnas dirigidas contra Lisboa, Valencia y Zaragoza fracasaron en su empeño. No llevaba el rey José un mes de residencia en Madrid cuando tuvo que replegarse más allá del Ebro.
En la Península llegaron a combatir más de trescientos mil hombres, los mejores que tenía Napoleón; no todos franceses, había muchos polacos, italianos y de otras nacionalidades, sin contar los mamelucos que pintó Goya. El ejército español, ni aun reforzado con la excelente infantería inglesa que desembarcó en Portugal a las órdenes de Wellington, estaba en condiciones de hacer frente al ejército francés; si pudo hacerlo es porque, como ha destacado Miguel Artola, los franceses nunca pudieron oponer a Wellington más de cincuenta o sesenta mil hombres; las cuatro quintas partes de los soldados franceses estaban amenazadas por las guerrillas. Era un tipo de guerra nuevo, una guerra de desgaste que después ha servido de modelo a otras muchas.
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