En 1972 Zhou Enlai, primer ministro de China con Mao, logró concertar la visita del presidente norteamericano Richard Nixon. En una conversación informal, se comentaron las revoluciones del pasado y del presente y se le preguntó a Zhou Enlai, que se había formado en París, qué pensaba de la revolución francesa. Contestó que “era demasiado pronto para saberlo”. La anécdota, recogida por el Financial Times, dio la vuelta al mundo y se consagró como icono del tempus lento de la sabiduría china. Solo mucho después un diplomático que hacía de intérprete entonces aclaró que Zhou Enlai no se refería a la revolución de 1789, sino a la de mayo de 1968.
Con eso, la anécdota perdió su encanto, pero no su verdad. Tanto la revolución de 1789 como la de 1968 todavía operan sobre nuestra cultura y vida cristiana. Los procesos de las personas pueden durar decenios, pero los de la cultura pueden durar siglos.
Siglos duró el proceso por el que se cristianizó el imperio romano, y siglos por los que se constituyeron las “naciones” europeas medievales con la conversión y desarrollo de los pueblos bárbaros, germánicos y eslavos. Después, en dos o tres siglos, las naciones se transformaron en estados monárquicos, con fronteras fijadas por guerras y matrimonios reales. Y desde el XVII, por los vaivenes de las guerras de religión, creció el deseo de que los gobiernos se fundaran en bases racionales y quedaran mejor protegidos los derechos de las personas frente a las arbitrariedades de los gobernantes, eligiendo a los gobernantes y dividiendo y limitando sus poderes.
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