Para la mayoría de sus ciudadanos, Europa se ha convertido en buena medida en sinónimo (positiva o negativamente) de Unión Europea. Europa distingue a los países de la UE como comunidad de naciones interrelacionadas de aquellos otros del continente europeo (principalmente Rusia y antiguos miembros de la Unión Soviética) que están fuera del mismo. Esta Europa no es la Europa de las patrias defendida por Charles de Gaulle (y otros), ni la entidad supranacional asociada con Jacques Delors; más bien, representa una entidad única a medio camino entre ambas. Hay quienes continúan aspirando al futuro utópico de una Europa cada vez más amplia incorporada en un estado federal europeo. Hay otros, cada vez más numerosos, que miran a Europa con distancia e incluso hostilidad al considerarla un órgano extraño que se entromete en su soberanía e integridad en tanto que estados nación. Aunque en las primeras décadas de la posguerra la necesidad de evitar la posibilidad de una nueva contienda era la aspiración central de la incipiente Comunidad Europea, con el paso del tiempo ese mensaje se ha ido desvaneciendo. Esto ha hecho que, para muchos de sus ciudadanos, la Europa de la Unión Europea sea poco más que una organización opaca y distante que establece normas y regulaciones que afectan a la vida de la mayoría de la personas, pero que no permite la participación política activa. Esto abre la puerta a las políticas de los movimientos nacionalistas y separatistas, capaces de despertar un vínculo emocional imposible de construir para la Unión Europea. Por tanto, para muchos de sus ciudadanos Europa significa una Unión Europea de la que pueden ser partidarios o no, pero en realidad su principal apego emocional no es con Europa sino con su estado nación o región (o, en algunos casos, con estados nación independientes en potencia), escribe Ian Kershaw, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Sheffield.
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