Ernesto Guevara, conocido como el Che Guevara o simplemente el Che decía a comienzos de 1959: “Tenemos que crear la pedagogía de los paredones de fusilamiento y no necesitamos pruebas para matar a un hombre”. Y en epístola privada suya, el riguroso médico aspirinero también justificó las matanzas pero ahora con democrática argumentación: “Los fusilamientos son, no tan sólo una necesidad del pueblo de Cuba, sino también una imposición de este pueblo”.Este innoble rol de homicida en serie le valió a Guevara el ajustado apodo de “El Carnicero de La Cabaña”. Allí, quien hoy es presentado por la progresía mundial como un pacífico emblema del “ecumenismo multiculturalista”, pudo hacer catarsis desplegando su confesado “odio a la civilización” y mal no le fue. Durante los primeros días de trabajo, los fusilamientos dirigidos por él alcanzarían la cifra de 550 ejecutados. ¿Cuál era el parámetro guevariano para decidir quién vivía y quién no? Es difícil responder el enigma con suma precisión, pero vale la pena recordar el sincero fragmento de una de sus epístolas aludidas: “mis amigos son amigos mientras piensen políticamente como yo”. Quizás ahí tengamos alguna pauta sobre el basamento criteriológico al que el Che acudía para disponer sobre la vida y muerte de los demás.
Guevara pensaba que combinando el adoctrinamiento por un lado con el terror represivo por el otro, a modo de tenazas, sostenidamente en el tiempo, se podría lograr un perfecto control y sometimiento social, que a la postre iría transformando la naturaleza humana y por fin, fabricar ese delirio ideológico al que se le llamaba el hombre nuevo. El sistema funcionaría de esta manera; al aplicar medidas represivas brutales, se iría forjando un temperamento sumiso en la población. Adicionalmente, se le incorporaría el acoso ideológico para plasmar una mentalidad uniforme.
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