La gran paradoja es que en la sociedad de las comunicaciones, de Internet y de las libertades individuales cada vez puede ser más costoso discernir lo cierto de lo mendaz. Hay tanta información que lo difícil no es acceder a ella, pues la tecnología lo permite, sino separar el grano de la paja. Hay mentiras en la política, en los negocios, en los medios de comunicación… Y si esto ocurre con la actualidad, es aún más complicado cuando se abordan los sucesos del pasado, o sea, la historia. Cuanto más atrás nos vamos, menos son las fuentes que se manejan. Además, lo normal es que la historia la escriban los que ganan o los que detentaron el poder, que presentaron a los perdedores como víctimas de sus propios errores o de su natural perfidia. Jean Gervais, profesor de la Universidad de Quebec, ha dicho que la historia miente más que habla, y es que en no pocas ocasiones se emplea como arma ideológica o como excusa. Los gobiernos aluden a conceptos como seguridad nacional o razón de Estado para escudarse y no dar cuenta de sus actos.
Michael P. Lynch, profesor de filosofía en la Universidad de Connecticut, defiende la importancia de la sinceridad y el título de su obra es la mejor presentación “La importancia de la verdad para una cultura pública decente”. Umberto Eco ha dejado escrito que “el primer deber del hombre culto es hallarse siempre dispuesto a reescribir la enciclopedia del conocimiento; es decir, ponerse siempre en duda y sumarse a las nuevas perspectivas, a veces limitadas a un frailecillo del siglo XIII, a veces completamente revolucionarias”. Porque plantear interrogantes puede ser, ciertamente, revolucionario y peligroso para el poder. Lo ha sido siempre. Sócrates era un preguntón irrefrenable y le acabaron acusando de pervertir a la juventud y de impío. El final es sabido, tuvo que beber cicuta.

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