Agustín de Hipona, una de las máximas figuras de la historia del pensamiento cristiano, decía que la gran división en los asuntos mundiales no se encontraba entre lo civilizado y lo incivilizado, entre romanos y barbados, sino entre los dominios terrenales, de los que Roma había sido simplemente el ejemplo más destacado, y un dominio incalculablemente mayor y más glorioso, la Ciudad de Dios. Todos podían esperar dentro de las infinitas murallas de la celestial Jerusalén, sin importar su origen y su puerta era la Iglesia.
Es posible que los grandes imperios, cargados de una marea creciente de pecados humanos, experimentaren un auge, conquistaran y cayeran; “pero la Ciudad Celestial, que peregrina por todo nuestro mundo caído, reúne a gente de todas las naciones, de todos los idiomas, sin importar que sean diferentes en cuanto a instituciones, costumbres y leyes”.Esto encerraba un mensaje de misión y esperanza para los Cristianos. La Ciudad de Dios estaba en todas partes, por todo el vasto territorio del atormentado y fragmentado mundo.

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