“Las leía con voz ahogada delante del espejo, mirándome los hilos de lágrimas que llegaban silenciosas hasta el pijama. Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar y otra vez con el ala en sus cristales jugando llamarán.Volverán las tupidas madreselvas de tu jardín las tapias a escalar, y otra vez, a la tarde, aún más hermosas sus flores abrirán… Aquí se me quebraba la voz. No sabía muy bien por qué, pero que las golondrinas volvieran, y también las madreselvas (no sabía qué eran “madreselvas”), me parecía de lo más necesario en el amor. Y así era, porque Bécquer lo decía. Nunca me importó no entender el significado de cada una de las palabras que leía. Ni aun ahora. Nunca anduve detrás de los diccionarios. Ni hoy lo hago. Para leer un poema hay que “entrar” en él, tomarlo como se toma un buen vino ¿qué importa su añada, su cosecha o su región? Vas haciendo paladar al ir bebiendo, vas haciendo camino al andar, como quiere Machado. Cuando un rostro te hipnotiza, no tratas de entenderlo, te sumerges en su contemplación.”
“Sobé las páginas del libro, mis páginas queridas, mis pobrecitas páginas, tan tristes como yo, mis cómplices nocturnas, y leí, gimiendo ya: Volverán del amor a tus oídos las palabras ardientes a sonar, tu corazón, de su profundo sueño, tal vez despertará. Pero mudo, absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante el altar, como yo te he querido, ¡desengáñate! ¡así no te querrán!”.

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