El comunismo y el nazismo tenían el mismo enemigo, la sociedad burguesa, y el mismo objetivo de purificar el mundo a través de un terror catártico. Tras el pretexto de la raza o de la clase social, de la plena regeneración y de la creación de un hombre nuevo, un mismo bestial totalitarismo. Como la historia la hacen los individuos, detrás de un fenómeno tan singular se encuentran dos caracteres muy peculiares y extremadamente parecidos en casi todo, tanto en su particular universo simbólico como, especialmente, en su odio hacia el mundo que les había visto nacer y que, caprichos de la historia, les había permitido alcanzar su enfermiza conciencia política. Estos dos personajes fueron Vladimir Ilich Lenin y Adolf Hitler.
Lenin y Hitler no es que confundiesen el partido con el país, que también, sino que confundían el país y el destino mismo de la especie humana con su averiada cosmovisión. No había, además, nada moral que reprocharse. Se trataba de combatir el mal absoluto representado por el antiguo mundo burgués con el bien absoluto que encarnaban sus dos variantes de socialismo revolucionario. Era una cuestión, como bien apunta Pellicani, de salvación de la especie. Uno y otro iban a “reconducir a la sociedad a su pureza originaria”. Había que hacer primero una gran purga catártica y necesariamente brutal que limpiase el tejido social de elementos corruptos y corruptores. Para los comunistas estos elementos eran los propietarios (grandes, pequeños o medianos) y el clero; para los nazis, los judíos y otras razas inferiores que tendrían que ser eliminadas o sojuzgadas por los amos arios. Para ambos la burguesía en su conjunto y su elaboración más perfeccionada, el mundo moderno. La revolución iba a consistir en eso mismo, en ofrecer felicidad y armonía a cambio de un pequeño sacrificio inicial consistente en aniquilar físicamente a una parte de la humanidad.
Lenin y Hitler no es que confundiesen el partido con el país, que también, sino que confundían el país y el destino mismo de la especie humana con su averiada cosmovisión. No había, además, nada moral que reprocharse. Se trataba de combatir el mal absoluto representado por el antiguo mundo burgués con el bien absoluto que encarnaban sus dos variantes de socialismo revolucionario. Era una cuestión, como bien apunta Pellicani, de salvación de la especie. Uno y otro iban a “reconducir a la sociedad a su pureza originaria”. Había que hacer primero una gran purga catártica y necesariamente brutal que limpiase el tejido social de elementos corruptos y corruptores. Para los comunistas estos elementos eran los propietarios (grandes, pequeños o medianos) y el clero; para los nazis, los judíos y otras razas inferiores que tendrían que ser eliminadas o sojuzgadas por los amos arios. Para ambos la burguesía en su conjunto y su elaboración más perfeccionada, el mundo moderno. La revolución iba a consistir en eso mismo, en ofrecer felicidad y armonía a cambio de un pequeño sacrificio inicial consistente en aniquilar físicamente a una parte de la humanidad.
El nazismo duró muy poco. Desde la llegada de Hitler al poder hasta el estallido de la guerra mundial discurrieron algo más de seis años. Los seis restantes el régimen nazi los pasó en una guerra total de exterminio hasta la rendición incondicional del 7 de mayo de 1945. El nazismo no tuvo tiempo de desarrollar todo su programa.
El leninismo y el nazismo crearon sendas religiones profanas cuya deidad máxima era el Estado.Ellos, los revolucionarios profesionales, serían los sumos sacerdotes. Curiosamente tanto los líderes comunistas como los nazis se entregaron a un obsceno culto a la personalidad. Los miembros de las SS prestaban un juramento de lealtad al Führer, el guía de carne mortal que llevaría a la endiosada nación alemana hasta la victoria final sobre sus enemigos. En Moscú, en los desfiles en la Plaza Roja, lo que más proliferaban eran los retratos de Marx, Engels, Lenin y los miembros del Politburó portados por musculosos trabajadores como en una procesión religiosa. La fe ciega en el Estado (la estatolatría de la que hablaba Ludwig von Mises), es definitoria del totalitarismo.
Referencia:Lenin y Hitler de Luciano Pellicani.
El leninismo y el nazismo crearon sendas religiones profanas cuya deidad máxima era el Estado.Ellos, los revolucionarios profesionales, serían los sumos sacerdotes. Curiosamente tanto los líderes comunistas como los nazis se entregaron a un obsceno culto a la personalidad. Los miembros de las SS prestaban un juramento de lealtad al Führer, el guía de carne mortal que llevaría a la endiosada nación alemana hasta la victoria final sobre sus enemigos. En Moscú, en los desfiles en la Plaza Roja, lo que más proliferaban eran los retratos de Marx, Engels, Lenin y los miembros del Politburó portados por musculosos trabajadores como en una procesión religiosa. La fe ciega en el Estado (la estatolatría de la que hablaba Ludwig von Mises), es definitoria del totalitarismo.
Referencia:Lenin y Hitler de Luciano Pellicani.
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